A finales del siglo XIX se puso de moda exhibir tribus indígenas del mundo entero en las capitales europeas: “negros salvajes” en Barcelona, fueguinos en París o filipinos en Madrid. Fueron los llamados “zoológicos humanos”, sucesores de los freak-shows con coartada etnográfica. Como si se tratara de animales o, en cualquier caso, de seres inferiores, los europeos admiraban la pureza y sencillez de aquellos seres llegados de ultramar, así como su resistencia al frío: “Fíjese, con este biruji y en taparrabos”. Ni tanto: uno de cada diez indígenas filipinos exhibidos en el Parque del Retiro murieron en el intento.
España llegó tarde al negocio de los zoológicos humanos. No en vano, cuando empezó la moda el imperio español estaba muy mermado –apenas Cuba, Filipinas y el Sáhara Occidental-mientras el inglés y el francés campaban por sus respetos en Asia y África. El invento del zoo humano hay que atribuírselo a un alemán, Carl Hagenbeck, mercader de animales salvajes, que decidió incorporar nuevos ejemplares a su repertario: samoanos en 1874 y nubios en 1876.
Según cuenta el investigador Christian Báez Allende en su libro “Zoológicos Humanos: fotografías de fueguinos y mapuche”, en mayo de 1887 llegaron 43 indígenas filipinos a Madrid, vía Barcelona, incluyendo “algunos igorrotes, un negrito, varios tagalos, los chamorros, los carolinos, los moros de Joló y un grupo de bisayas”. Según reseñó el diario El Imparcial en aquellas fechas “En su constitución, en su aspecto, en su lenguaje, en sus maneras, en sus costumbres en su color y hasta en sus trajes, esos compatriotas nuestros difieren grandemente de los filipinos más civilizados y hasta ahora conocidos”.
Los salvajes filipinos fueron exhibidos cerca, pero no dentro, de la Casa de Fieras, el proto-zoo de Madrid que funcionó hasta la década de los 70 del siglo pasado. Para ambientar la muestra se trajeron también productos típicos, plantas y animales del archipiélago asiático. El salvajismo de los indígenas se puso de manifiesto rápidamente, cuando los igorrotes sacrificaron un cerdo para rociar las viviendas con su sangre. Los miembros de las tribus vivían en cabañas y los visitantes accedían al recinto pagando una entrada.
Pero, señala Báez, el tratamiento recibido por los filipinos fue mejor que el de la mayoría de los tours indígenas que giraban en aquella época por Europa. Por ejemplo, las puertas del Palacio Real de Madrid se abrieron a los exóticos visitantes, siendo recibidos en audiencia por la infanta Isabel y la regente María Cristina. Por si fuera poco, los filipinos pudieron volver directamente a su tierra en barco, pues fue denegado su “préstamo” a una exposición parisina. Eso explica la baja mortalidad de la exposición -4 de 43-, muy inferior a la habitual en este tipo de feriados.
Los zoológicos humanos siguieron funcionando hasta bien entrado el siglo XX, cuando empezaron a ser considerados degradantes para la dignidad de los exhibidos.
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