Desde aquel día de octubre de 1994 en el que Pulp Fiction llegó a los cines, son cientos los filmes que han tratado de emular al que, aún ahora, sigue siendo el título mejor valorado de la filmografía de Quentin Tarantino. Un clásico indiscutible que escandalizó en su día, que recaudó millonadas, que le deparó su único Oscar (compartido con Roger Avary) al director, y que ahora sigue metiéndose en el saco (o en el maletín, más bien) a las nuevas generaciones de cinéfilos dados su atrevimiento formal, su humor ultraviolento y esos pies de Uma Thurman que cualquiera querría masajear aun a riesgo de su vida.
Pulp Fiction nació de una historia breve que el francés Roger Avary, futuro coguionista del filme, quería convertir en cortometraje. Su título era Pandemonium Regins, y su correspondencia en el producto final hubiese sido la historia del boxeador Butch y su reloj de oro. Viendo que la cosa tenía posibilidades, Quentin decidió expandir la idea hasta convertirla en una trilogía de películas: Avary dirigiría la primera, él la segunda y el último capítulo recaería en un tercer director cuyo nombre nunca sabremos. Pero la realidad se impuso, y un Tarantino enfrascado en la postproducción de Reservoir Dogs acabó cayendo en la cuenta de que lo de las tres entregas era a lo mejor un poco megalómano.
El título Pulp Fiction designaba a las novelas y revistas impresas en papel barato (el llamado “pulp” por los impresores), dedicadas a narrar historias de crimen y misterio. Lo que en español llamaríamos “novelas de quiosco”, vamos. ¿Por qué optó Tarantino por bautizar así a su criatura? Pues porque quería que el filme evocara la sensación de leer esas publicaciones: “Quería usar los tópicos más gastados del género, y después sacarlos de quicio”, explicó el director. “Se trataba de coger situaciones y personajes que todos conocemos (como el matón que se enamora de la mujer de su jefe), aplicarles las normas del mundo real, y ver cómo se desarrollaban”.
A la hora de escribir el guión de Pulp Fiction, Tarantino optó por mudarse a Amsterdam: sus días en la capital holandesa, que inspiraron cierto memorable diálogo entre Vincent Vega y Jules Winfield, le permitieron ponerse morado de cannabinoides en un coffee shop llamado Betty Boop… y dejar una considerable cuenta sin pagar en un videoclub local. Por lo visto, Quentin tenía la mala costumbre de alquilar películas en este establecimiento, de nombre Cult Clash, para después ‘olvidarse’ de los plazos de devolución. Al final, la suma de sus multas ascendió a la friolera de 180 euros. Teniendo en cuenta que Tarantino trabajó en el negocio videográfico antes de dedicarse a la dirección de cine, este detalle nos parece muy feo. Además, seguro que el muy aprovechado las devolvía sin rebobinar.
Reunir un reparto para Pulp Fiction fue una tarea complicada por tres razones. La primera, que Tarantino estaba empeñado en que todos los actores principales cobrasen lo mismo, sin importar su caché. La segunda, que el guión estaba pobladísimo de individuos en busca de un rostro. Y, la tercera, que le director no se aclaraba acerca de qué interpretes quería en la película. El caso más famoso es el de Vincent Vega: aunque Tarantino quiso desde el principio a John Travolta, el productor Harvey Weinstein se empeñó en fichar para el papel a un Daniel Day Lewis entusiasmado por la posibilidad. Como sabemos, Quentin se salió con la suya, resucitando la carrera del actor, condenado (o eso parecía) a vivir bajo la sombra de Danny Zucco y Tony Manero para los restos. Por su parte, Mickey Rourke (que dijo ‘no’ sin siquiera leerse el guión, algo que después lamentaría) y Matt Dillon recibieron ofertas para interpretar a Butch el boxeador antes de que el papel recayese en Bruce Willis: el cachas aún no tan calvo, a quien los grandes estudios consideraban una estrella en decadencia, no perdió la ocasión de tarantinizarse. Pero podíamos decir que la decisión de cásting más complicada fue la correspondiente a la protagonista femenina.
Conscientes de que el personaje de Mia Wallace iba a resultar muy popular entre el público, los mandamases de Miramax se empeñaron en que lo interpretase una gran estrella: entre las candidatas de más tronío se hallaron Michelle Pfeiffer (la preferida de Tarantino), Meg Ryan, Daryl Hannah, Joan Cusack e Isabella Rosellini, además de una Halle Berry jovencísima y de la comediante Julia Louis Dreyfuss (Seinfield, Veep). Pero, por más actrices que pasaran por su despacho, Quentin tenía claro que “ella” era Uma Thurman. Según la leyenda, el director consiguió que la actriz le diera el sí mediante el expeditivo método de llamar por teléfono a su casa y leerle el guión completo de la película. Una de dos: o Thurman cayó entonces en la cuenta de que la película iba a ser un clásico instantáneo, o símplemente accedió para que aquel tipo tan pesado con acento de Illinois se callara de una maldita vez.
Tan mítica como impactante (según se dice, una espectadora del Festival de Nueva York se desmayó al verla), la escena del inyectable de adrenalina sirvió a Tarantino para lograr uno de los momentos cumbre de la película, amén de para exhibir su enorme colección de juegos de mesa. Pero también le creó algún quebradero de cabeza que otro: en principio, Quentin pensaba reservarse el papel del camello Lance (Eric Stoltz), pero prefirió renunciar a él para así poder centrarse en sus cometidos detrás de la cámara. Por otra parte, según ha afirmado Courtney Love, el cineasta le ofreció el rol del traficante a Kurt Cobain: de acuerdo con esta versión de la historia, el líder de Nirvana se habría negado a aparecer en la película, pero aun así habría agradecido la oferta mencionando a Tarantino en los créditos de In Utero, el que habría de ser su último álbum de estudio.
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